martes, 2 de febrero de 2010

A cuestas

"Lo siento, Mornan, espero que lo entiendas". Rabia y frustración se fundían con alivio y culpabilidad. Miró al frente, donde Neguel se esforzaba en avanzar, entorpecido por la vegetación que Yank había invocado. Enredaderas salidas de entre las piedras cubrieron a Sir Drognak, en lo que le parecía un melancólico intento de mantener su espíritu atado a su cuerpo sin vida.

Algo se movió en los límites de su visión: el joven Drognak, de quien se habían olvidado, cargaba espada en ristre hacia el caudillo osgo, quien le esperaba mientras se pasaba la lengua por lo labios, saboreando de antemano la sangre de su inconsciente presa.

-Pero... ¿qué... qué hace...? -buscaba las palabras, pero estas, presas del desconcierto del momento, no encontraban la salida. Súbitamente, sintió como alguien la agarraba por la cintura y la levantaba.
-No tenemos tiempo para esto -murmuró el pragmático monje mientras, en lo que fue un único movimiento rápido y elegante, cargó con Samlara al hombro a la vez que se daba la vuelta y empezaba a correr-. ¿Es que no lo entiendes? No tiene ningún sentido quedarse aquí. Simplemente sería morir. ¿No has visto lo que le ha pasado a Sir Drognak? Y si a él le puede ganar sin problemas, imagínate a nosotros. Además, parece haberse recuperado plénamente de sus heridas. Quedarse sería estúpido. No tiene ningún sentido...

Samlara dejó de prestar atención a las palabras de Wurden cuando vió a Drognak llegar hasta Neguel, quien le esperaba tranquilamente. Gritando odio, lanzó un golpe que el osgo no se molestó en esquivar, rebotando en su armadura. Entonces, con una velocidad que hacía difícil seguir sus movimientos, Neguel cortó la pierna de Drognak y, mientras éste caía, partió su cuerpo por la mitad con un temible tajo. El cuerpo del joven cayó al suelo en tres trozos, al lado del cadáver decapitado de su tío.

La dantesca imagen le revolvió el estómago. Cerró los ojos y se agarró con fuerza a la espalda de Wurden, quien no había dejado de hablar en ningún momento. Desearía no estar ahí. Desearía estar en otro lugar, lejos.

Entonces se dio cuenta de algo.

-Wurden...
-...otro día, sí, desde luego, pero ¿hoy? No, hoy no. No conseguiremos nada muriendo inútilmente. Por supuesto que... eh, ¿si?
-¿Podrías... por favor, bajarme?
-Claro.

El monje la dejó en el suelo con cuidado y, tras asegurarse de que corría, siguió con su disertación.